Quienes, en la adolescencia, leímos Werther, Las afinidades electivas, Fausto,
etc., quedamos para siempre impactados por la potencia creadora
de Goethe. En un sentido distinto, también nos impresionaron
dos frases que se le atribuían. Por la primera, proclamaba:
Quien tiene el arte y la ciencia, tiene la
religión. Quien no tiene el arte y la ciencia, que tenga la
religión. Tal frase, a pesar del atractivo que tenía por
sus sugerencias artísticas, no acababa de agradarnos pues captábamos
en ella un trasfondo elitista. Menos nos agradó todavía la preferencia,
que a Goethe se le atribuía, del orden
sobre la justicia. En tales aforismos goethianos creíamos percibir
la anatomía de una naturaleza imbuida de un exacerbado individualismo
egoísta que despreciaba olímpicamente a sus semejantes. No obstante,
además de literario, había otro Goethe
que nos atraía. El que tuvo visión histórica suficiente para
discernir en la batalla de Valmy el nacimiento de una nueva época; el que en la entrevista
de Erfurt impresionó de tal modo a
Napoleón, que éste le caracterizaría con el clásico Voilá un homme (“He aquí un hombre”). Bien es cierto también que
esta entrevista nos deja el regusto amargo de la actitud de
Goethe hacia Napoleón. No admira en
él a la espada de la Revolución francesa que destroza los lazos
feudales subsistentes en Europa. El general revolucionario se
ha proclamado ya Emperador y Goethe
le admira como el restaurador del orden en el caos revolucionario.
En tal sentido, la actitud de Goethe
frente a Napoleón se sitúa en las antípodas de la de Beethoven.
Fortuitamente, muchos años después hemos tenido ocasión de leer las memorias
de Goethe que él subtitula Poesía y verdad. Con ellas nos sumergimos
inmediatamente en un mundo fascinante condicionado por los fenómenos
del prerromanticismo, la ilustración y los prolegómenos de la
Revolución francesa y las guerras napoleónicas. Mediante su
propia pluma, Goethe se nos muestra como una gran personalidad dotada de
facetas dialécticamente contradictorias. Tan contradictorias
facetas son, precisamente, las que han dado lugar a tal diversidad
de interpretaciones sobre la personalidad de Goethe.
A su examen, desde una perspectiva marxista, vamos a dedicar
este trabajo. Sin embargo, antes de entrar de lleno en la tarea,
no nos resistimos a transcribir una cita de las memorias de
Goethe que se contrapone a la imagen
que de él nos forjamos en la adolescencia: Si
en el curso de nuestra vida vemos que otros han hecho una tarea
para la que nos creíamos llamados, pero que hubimos de abandonar
como otras muchas, nos domina el bello sentimiento de que sólo
la Humanidad es el hombre verdadero y de que el individuo sólo
puede sentirse a sí mismo en el todo
[i]
. En esta faceta concreta, Goethe
parece anticiparse a Marx y, en general, a una concepción colectivista
del humanismo propia del pensamiento de izquierda contemporáneo.
Las
interpretaciones de Goethe
Su precoz éxito literario, con la obra Gotz Berlichingen, permitió a Goethe adquirir una posición destacada en la literatura alemana
y convertirse en el dirigente del movimiento Sturm und Drang (Tempestad
e Ímpetu). Tal movimiento, que tomaba su nombre de un drama
de Klinger, suponía la iniciación de la corriente prerromántica.
No obstante el entusiasmo que suscitó entre la juventud, fue
criticada por Federico II el Grande –ídolo del propio Goethe-
como una imitación reprobable
de las malas comedias francesas. Un año después, Goethe
arrolla con su Werther adquiriendo
dimensión literaria internacional. No sólo la crítica es unánime,
en la admiración, sino que Goethe
trasciende el ámbito literario, imponiendo la moda de Werther,
tanto en el vestir como en la génesis de una epidemia de suicidios
amorosos. Poco después Goethe inicia
su etapa cortesana en Weimar. Aunque
de 1775 a 1786 escribió diversos poemas líricos y continuó el
Fausto –magna obra cuya elaboración abarcaría toda su vida-, su obra
literaria ya no obtiene tanto éxito y el mundo de las letras
lo da por perdido. Esa impresión produce su dedicación a las
tareas de cortesano, político, jurista, naturalista, etc. Sin
embargo, tras dos años de estancia en Italia, se inicia otra
etapa de gran creatividad: Ifigenia en Táuride, Egmont,
Torcuato Tasso, Elegías romanas.
La estancia en Italia, donde estudia devotamente las grandes obras de
la antigüedad, le imprime un viraje hacia lo clásico que neutraliza
los impulsos de su etapa prerromántica. Incluso en su propia
vida, hasta entonces muy desordenada, acaba imponiéndose el
ideal griego de la moderación. Desde esta nueva perspectiva,
Goethe elabora sucesivamente Guillermo Meister,
Hermann y Dorotea, Las afinidades electivas, etcétera. También la parte de sus memorias
que subtitula Poesía y
verdad. Con la culminación del Fausto,
Goethe es considerado la cima de la cultura alemana. Sin embargo,
ello no le libra de la crítica. Los escritores Menzel
y Kotzebue lo consideran excesivamente
valorado. En política se le reprocha su servilismo hacia los
príncipes y no haber asumido la causa patriótica en la guerra
de liberación contra Napoleón. En los círculos eclesiásticos
es considerado como un pagano amoral.
Enzo
Orlandi sintetiza muy bien una de tales interpretaciones:«
En la época del naturalismo se estima sobre
todo el período “Sturm und
Drang” de Goethe. La falta de forma,
la genialidad espontánea, casi primitiva –aunque arraigada en
una profunda cultura- , la exaltación de la Naturaleza, la originalidad
del lenguaje, el desenfreno del eros, la pasión. El Goethe de Weimar,
apolíneo, clásico, no agrada, no interesa. La obra del joven
Goethe es juzgada “típicamente germánica”, y, por
esa razón, válida; pero la atmósfera de Weimar,
y el atrayente viaje italiano ha alejado a Goethe
de aquellos principios prometedores para conducirle por los
falsos caminos del clasicismo, del cosmopolitismo y de las desviaciones
orientales»2.
A partir de 1875 se produce un viraje crítico a favor de Goethe. Primero es Hermann Grimm quien intenta demostrar que Goethe
poseía la indescriptible capacidad de vivir simultáneamente
en dos mundos, que enlazaban perfectamente y que, al mismo tiempo,
mantenía completamente separados. Pero su gran reivindicador
es, sobre todo, Nietzsche. Para tal filósofo, Goethe
es un elemento formativo indispensable y su encuentro con Napoleón
un punto culminante de la historia mundial. A su vez, Gundolf impone la imagen de un Goethe
que sería la unidad mayor
en la que el espíritu germano se ha encarnado. No obstante
tan fuerte respaldo germánico, Goethe
corre peligro, al implantarse el régimen nazi, de ser barrido
de la cultura alemana. Lo salva el jefe de las juventudes hitlerianas,
Baldur von
Schirach, al recoger de sus obras
los pasajes que podían estimarse como anticipadores del nazismo.
Incluso el hombre fáustico
de Spengler, que era el símbolo del hombre occidental, es nacionalizado. Y es que el filósofo nazi
Alfred Rosemberg,
encuentra en Fausto
el eco de la eterna tendencia alemana al activismo. En ello
se apoya Hitler, en sus conversaciones con Rauschnigg,
para afirmar: No me gusta del todo Goethe, pero quiero perdonarle
muchas cosas por estas solas palabras suyas: En el principio
era la acción. Sin embargo, tal interpretación nazi resulta
muy forzada. Difícilmente su humanismo, sus ideales de tolerancia,
su apertura hacia un colectivo humano universal –incluso su
cosmopolitismo- podían ser compaginables
con el exacerbado nacionalismo nazi.
Con las numerosas traducciones de su Werther, Goethe
comienza a ser conocido y apreciado en Europa. Madame de Stáel,
Shelley, Byron
y Carlyle exaltan su genialidad. En Rusia, donde conectan con
su carácter nacional, tienen gran eco sus poemas sentimentales.
El entusiasmo de Pushkin por el Fausto
le lleva a afirmar: Esta
obra de Goethe permanecerá como la más grande creación de espíritu
poético, la encarnación de la poesía moderna, como la Iliada fue el monumento de la antigüedad clásica.
Empero, los representantes literarios del nacionalismo ruso
reprochan a Goethe no haber tenido comprensión por la miseria de los desheredados.
Tolstoi lo considera un frío olímpico y Dostoyevsky
lo condena como profeta
de la divinización del hombre. En Italia es más tarde valorado
por Francisco de Sanctis y admirado por Mazzini,
Gioberti y Benedetto Croce. Gramsci, en sus Cuadernos
de la cárcel, lo considera nacional, pero no nacionalista.
Valora también en Goethe su aforismo
de que a la autoconciencia se debe llegar no por la contemplación,
sino por la acción. En España, entre otros autores, valoraron
a Goethe Juan Valera (Goethe no es sólo poeta. Es el escritor por excelencia...),
Menéndez Pelayo, para quien Goethe es el gran poeta panteísta y realista, el poeta del empirismo intelectual;
poeta objetivo por excelencia, que aspira a convertir a toda
la Naturaleza en arte, toda realidad en ideal. Para Ortega
y Gasset, que pronuncia varias conferencias
sobre su bicentenario, Goethe es el clásico de segunda potencia, el clásico que a su vez había vivido
de los clásicos, el prototipo de heredero espiritual, cosa de
la que él mismo se dio tan clara cuenta; en suma, representa
entre los clásicos el patricio. Además,
si todos los clásicos lo son en definitiva para la vida, éste
pretende ser el artista de la vida, el clásico de la vida.
La
interpretación marxista
Con el fin de la segunda guerra mundial se reanudan las interpretaciones
de Goethe. En 1947, para Karl Jaspers, Goethe no es un modelo que imitar. Como otros grandes, es un punto de orientación
para nosotros..., un paradigma de la condición humana, sin llegar
a ser todavía el ejemplo que debemos seguir. Es un ejemplo sin
ser un modelo. Por el contrario, como precisa Manuel Sacristán,
desde posiciones ideológicas cambiantes, en su patria, en el
destierro, y de vuelta a su patria, Thomas Mann dirige durante decenios exhortaciones goethianas a sus
compatriotas para apartarlos del mal que ve venir, y luego para
exhortarlos a no caer de nuevo en él. Así, su conferencia Goethe y la democracia (1949) es, para Sacristán, sólo el episodio final
del largo esfuerzo del artista por presentar a los alemanes
la figura de Goethe como el antídoto del nazismo y como fórmula de progresiva
fidelidad. En abierto contraste con Thomas Mann,
el gra dramaturgo y ensayista del
marxismo Bertolt Bretch, sin menospreciar
nunca ni enfrentarse directamente a Goethe,
no le exime de crítica. Así, por ejemplo, en el final de su
Santa Juana de los mataderos, la parodia del lenguaje de Goethe tiene la función precisa de denunciar la vacuidad del
ideal humanístico-clasista del autor de Fausto
frente a los problemas que afligen a la nación alemana, agotada
después de la primera guerra mundial, expuesta a la inflación,
al hambre, y a los desórdenes de las sacudidas revolucionarias
y contrarrevolucionarias.
Si nos remontamos a los clásicos del marxismo, podremos observar que
su actitud hacia Goethe está condicionada
por la complejidad y las contradicciones de la personalidad
del autor de Werther. Marx lo
inclía entre sus tres poetas favoritos, junto a Shakespeare
y Esquilo, en una encuesta que sobre sus predilecciones literarias
le realizaron sus hijas Jenny y Laura. A su vez, el yerno de
Marx, Paul Lafargue, en sus Recuerdos personales de Karl
Marx, precisa que Marx sabía
de memoria a Heine y a Goethe,
a quienes corrientemente citaba en su conversación. Trascendiendo
lo puramente literario, Marx utilizó también a Shakespeare y
Goethe en sus estudios iniciales sobre
el dinero. Basándose en personajes de El mercader de Venecia, Fausto y Timón de Atenas, Marx plantea
el efecto todopoderoso del dinero: «Lo
que existe para mí por el dinero, lo que yo puedo pagar, es
decir, lo que el dinero puede comprar, eso soy yo, el vínculo
de los vínculos. ¿No se puede atar y desatar a todos por el
dinero? Esa será mi fuerza. Las virtudes del dinero son mis
virtudes y mi potencia la de su poseedor. Lo que yo soy y lo
que yo puedo no está, pues, en manera alguna determinado por
mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme a la mujer más bella.
Entonces ya no soy feo, porque el efecto de la fealdad,
su fuerza repulsiva, es anulada por el dinero. Yo soy –mi individuo
es- cojo, pero el dinero me procura veinticuatro pies;
ya no soy cojo; soy un hombre malo, deshonesto, sin conciencia,
sin espíritu, pero el dinero es honrado y también lo es su poseedor.
El dinero es el mayor bien, luego su poseedor es bueno; el dinero
me libra de la vergüenza de ser deshonesto; se presume que soy
honesto; soy desprovisto de espíritu, pero el dinero es el verdadero espíritu
de todas las cosas. ¿Cómo
podría estar su poseedor desprovisto de espíritu? Y luego puedo
comprar gentes espirituales, y lo que tiene las gentes espirituales,
¿no es más espiritual que lo más espiritual? Yo, que gracias
al dinero puedo todo aquello a lo que aspira un corazón humano,
¿no tengo ya en mi poder todas las riquezas humanas? MI dinero,
¿no transforma todas mis insuficiencias en su contrario?»3.
Por su parte, Engels resalta las contradicciones de Goethe. Así, refiriéndose a las limitaciones de Hegel, precisa
en su Ludwig Feuerbach: «Las
necesidades interiores del sistema bastan, por consecuencia,
para explicar cómo ha podido llegar a una conclusión política
tan moderada por medio de un método de pensamiento profundamente
revolucionario. La forma específica de esta conclusión proviene,
por otra parte, del hecho de que Hegel era alemán, y de que,
tanto en él como en su contemporáneo Goethe
había un tanto de filisteísmo. Cada uno en su género era un
Zeus olímpico, pero ni uno ni otro se despojaron completamente
del filisteo alemán». Tales limitaciones de Hegel,
Goethe, etcétera, Engels tiende a
explicarlas por el efecto negativo que sobre ellos ejercía la
asfixiante situación de Alemania a finales del siglo XVIII.
Así, en unas cartas publicadas en The Northern Star matizaba: «La
única esperanza de un mejor porvenir aparecía en la literatura
del país. Esta época, vergonzosa desde el punto de vista político
y social, fue, al mismo tiempo, la gran época de la literaturaalemana.
Alrededor de 1750 nacieron todos los grandes espíritus de Alemania,
los poetas Goethe y Schiller, los filósofos
Kant y Fichte y, unos veinte años
más tarde, el último gran metafísico alemán, Hegel. Cada obra
notable de esta época está penetrada por un espíritu de desafío
y de revuelta contra la sociedad alemana tal como era entonces.
Goethe escribe Goetz
von Berlichingen, homenaje dramático rendido a la memoria de
un revolucionario. Schiller, en Los
bandoleros, celebra a un generoso joven que declara la
guerra abierta a toda la sociedad. Pero éstas fueron sus obras
de juventud; con la edad perdieron toda esperanza: Goethe
se limita a sátiras extremadamente agudas y Schiller
hubiera muerto de desesperación si no encuentra refugio en la
ciencia y en particular en la gran historia de la Grecia antigua
y de Roma. Estos dos hombres pueden ser tomados como ejemplo
de los demás. Aun los espíritus más fuertes y los mejores de
la nación habían perdido toda esperanza en el porvenir del país».
Esta dialéctica contradictoria del genio-filisteo, que Engels
observa en Goethe, se expresa también en la carta que Engels dirige a
Marx el 15 de enero de 1847: «A propósito de Grün,
voy a retocar el artículo sobre el Goethe
de Grün, a reducirlo a una hoja y a tenerlo listo para nuestra
publicación, si esto te conviene. El libro es por lo demás característico.
Grün celebra todas las ideas de filisteo de Goethe como ideas
humanas, hace del
Goethe fracfortés y funcionario
el “verdadero hombre”, mientas descuida o ensucia todo lo que
hay en él de colosal y de genial. Hasta tal punto, que en este
libro prueba de una manera brillante que el hombre = pequeño-burgués
alemán».
El filósofo marxista Georg Lukács complementa
esta caracterización. Además de personalizar al pueblo alemán
en las grandes figuras de Durero,
Münzer, Goethe
y Marx, atribuye a Goethe una función
ideológica progresista: «A
esta desmembración política de Alemania corresponde su desmembración
ideológica. Los ideólogos progresivos más descollantes de la
época, sobre todo un Goethe y un Hegel, no recatan su simpatía por la unificaicón napoleónica de Alemania, por la liquidación de
los vestigios feudales a cargo de Francia y también
rechazan los intentos irracionalistas de apropiárselo...
Siendo así que además
Goethe, sobreponiéndose a un empirismo
radical, fue desarrollándose hasta convertirse en un partidario
libre de la filosofía clásica alemana, y especialmente de su
dialéctica. A lo cual hay que añadir que las reservas de Goethe
frente a sus contemporáneos filosóficos respondían, de una parte,
a que se inclinaba mucho más que éstos al materialismo filosófico
(siendo indiferente, a este respecto, el que denominase hilozoísmo
o de otro modo a su materialismo, nunca enteramente consecuente)
y, de otra parte, a que jamás se avino a que los resultados
de sus propias investigaciones se confirmasen dentro de los
límites de un sistema idealista».4 Similar valoración de Goethe realiza la filosofía oficial soviética, incluyendo
una apreciación positiva de su estética
realista.
Manuel Sacristán, en su magnífico prólogo de a las Obras de Goethe, profundiza en el problema de la veracidad del gran
clásico alemán. Después de demostrar que Goethe
fue deliberadamente inveraz, en su enfrentamiento con la teoría
de los colores de Newton, y de valorar sus otras aportaciones
científicas, trata de localizar las causas de su actitud. Su
raíz puede estribar en que Goethe
tuvo la paradójica mala suerte de percibir con antelación los
límites del pensamiento científico y filosófico de su época.
Así, en la antipatía de Goethe por el sistema de D’holbach hay una clara consciencia
crítica de las limitaciones de la visión mecanicista del mundo.
De tal limitación -producto a su vez del desequilibrio entre
el rápido desarrollo de las ciencias naturales y el mucho más
lento de las sociales- se deriva una creciente escisión entre
el conocimiento de la Naturaleza y del hombre y el mundo social.
Goethe postuló una racionalidad que
superase la escisión de sujeto y Naturaleza así engendrada y
consolidada después por el desarrollo del mercado moderno. Como
conclusión de nuestro intento de profundización en la personalidad
contradictoria de Goethe, nada mejor
que identificarnos con la tesis final del profesor Sacristán:
«Goethe es un contemporáneo de Hegel. Estas dos cimas
últimas, antes de que empiece a representarse activamente el
drama final de la historia opaca, de la prehistoria de la libertad,
fueron alcanzadas aun con la veracidad que luego ha perdido
para siempre, desde 1871 (año de la “Commune” de París) y aún desde 1917 (con la revolución soviética.
Ambos paréntesis añadidos por el autor de éste artículo), la
espiritualidad burguesa. Goethe no
pudo admitir que un destino digno del hombre sea ser sólo “escritor”,
“ingeniero” o “profesor de Metafísica”. Intentó –utópicamente,
sin duda, con fracaso- alcanzar la única autenticidad por la
que vale la pena “ser un hombre”. La integridad armoniosa de
la persona, para expresarse con fórmula suya»5.
A pesar del tiempo transcurrido desde su fallecimiento, Goethe mantiene permanentemente su actualidad. Buena prueba
de ello es que, en el reciente referéndum internacional sobre
los mejores autores europeos, haya quedado en cabeza después
de Shakespeare. En consecuencia, merece la pena conocer cuál
es su perspectiva marxista.