Texto preparado para su edición electrónica
por Carlos Glz. Penalva
A
pesar de constituir Europa el continente menos extenso, si se exceptúa
a Australia, ha sido durante más de un milenio el más
relevante en los aspectos político, económico y cultural.
Europa está situada en el extremo NO del antiguo continente
y forma con Asia un conjunto de tierras denominado genéricamente
Eurasia. Pese a la imprecisión de los límites entre
ambos continentes, razones de historia, población, clima y
economía justifican considerar a Europa como entidad geográfica
bien definida. Su posición geográfica es muy favorable:
situada en el centro del hemisferio continental, toda ella en la zona
templada, unida a Asia por una cordillera de escasa altitud (los montes
Urales), frente a las costas americanas más pobladas, y separada
sólo de Africa por los 14 km. del estrecho de Gibraltar. Por
otra parte, al extenderse la URSS por Europa y Asia, hace difícil
fijar la extensión exacta del continente europeo, pero se estima
en 10.235.436 km2, habitados por casi 600 millones de personas, lo
que determina la mayor densidad continental (más de 56 habitantes
por km2).
La individualidad, o especificidad, de Europa no siempre ha sido
clara para sus habitantes. Como subraya el profesor Grant: «Uno
de los rasgos más característicos de nuestro continente
ha sido no sólo la influencia de los individuos y de los grupos
europeos sobre el mundo exterior, sino su propia y extremada receptividad
bajo las influencias extranjeras. Para griegos, romanos, bizantinos,
musulmanes, etcétera, no existía división entre
Europa, Asia y Africa. El antiguo papel desempeñado por el
Mediterráneo como puente, y no como barrera, se encuentra expresado
en el mito de Europa transportada de Asia a su nuevo hogar. Y así,
actualmente, Europa está siendo trasladada al Nuevo Mundo a
través del Atlántico» (1).
Por ello, el concepto de Europa, como comunidad humana con rasgos
específicos diferenciados, ha requerido todo un proceso de
gestación histórica. En ese sentido, un factor decisivo
ha estado constituido por la común herencia cultural greco-latina.
La racionalidad helénica, y las concepciones políticas
y jurídicas romanas, se funden en una cultura común,
suficientemente diferenciada de las culturas asiáticas y africanas;
que son sus contemporáneas. Algunos historiadores incluso encuentran
antecedentes, de esa especificidad europea, en las contiendas bélicas
que en la antigüedad enfrentaron a griegos y persas. Se trata
también de una lucha ideológica y moral, ya que enfrentaría
a los hombres libres de la Hélade con los servidores del despotismo
asiático. En todo caso, conviene precisar que esa condición
de hombres libres no abarcaría a toda la población griega,
pues no puede olvidarse el carácter esclavista de los Estados
griegos, incluso de la democracia ateniense (2).
Otro relevante elemento conformador de la especificidad europea es
el constituido por el cristianismo. Es sobre todo durante la Edad
Media cuando su influencia es mayor. En una sociedad que, como muy
bien precisa el historiador Henri Pirenne, ha retrocedido a niveles
casi exclusivamente rurales todas las relaciones se estructuran en
función de la propiedad de la tierra. Como regla general, la
servidumbre es la condición normal de la población agrícola,
es decir, de casi todo el pueblo. En el mundo rigurosamente jerárquico
que así se estructura, «el lugar más importante
y primero pertenece a la Iglesia Católica. Esta posee, a la
vez que ascendiente económico, ascendiente moral. Sus innumerables
dominios son tan superiores a los de la nobleza por su extensión
como ella misma es superior por su instrucción. Además,
sólo ella puede disponer, merced a las poblaciones de los fieles
y a las limosnas de los peregrinos, de una fortuna monetaria que le
permite, en tiempos de hambre, prestar su dinero a los laicos necesitados.
En fin, en una sociedad que ha vuelto a caer en la ignorancia general,
sólo ella posee aún los dos elementos indispensables
para toda cultura: la lectura y la escritura y los príncipes
y los reyes deben reclutar forzosamente en el clero a sus cancilleres,
a sus secretarios, a sus notarios, en una palabra, a todo el docto
personal del que les es imposible prescindir. Del siglo IX al XI,
toda la alta administración quedó de hecho entre sus
manos. Su espíritu predominó en ella lo mismo que en
las artes» (3).
Con el gradual desarrollo de la vida urbana que después se
va produciendo en diversas regiones de Europa (Italia, Francia, Países
Bajos, Alemania, etcétera), el espíritu renacentista
pasa a constituir otro elemento importante de la civilización
europea. Sobre todo, en la medida que supone un reforzamiento de la
herencia cultural greco-latina a través de un retorno a la
antigüedad clásica. Tal fenómeno fue muy bien descrito
por Jacob Burckhardt en su célebre obra «La cultura del
Renacimiento en Italia»: «La antigüedad despierta
en Italia de modo distinto que en el Norte. Tan pronto como la barbarie
cesa, surge aquí, en este pueblo, aún semiantiguo, el
reconocimiento del propio pasado. Lo ensalza y desea retornar a él.
Fuera de Italia se trata de la utilización sabia, reflexiva,
de determinados elementos de la antigüedad; en Italia, no sólo
los sabios, sino también el pueblo, toman partido por la antigüedad
de una manera objetiva, pues en ella hallan el recuerdo de su propia
grandeza. La fácil comprensión del latín y la
multitud de recursos y de monumentos existentes aún, favorecieron
enormemente aquella tendencia (...). Este movimiento de retorno a
la antigüedad puede decirse que, en gran escala y de una manera
general y decidida, sólo se inicia en los italianos en el siglo
XIV Requería un desarrollo de la vida urbana como sólo
se decidió en Italia y en aquellos tiempos: convivencia e igualdad
efectiva entre nobles y ciudadanos y constitución de una sociedad
general que sintiera la necesidad de la cultura y que dispusiera de
tiempo y de medios para satisfacerla. Pero la cultura, al pretender
liberarse del mundo fantástico de la Edad Media, no podía
llevar al súbdito, por simple empirismo, al conocimiento del
mundo físico y espiritual. Necesitaba un guía, y como
tal se lo ofreció la antigüedad clásica, con su
abundancia de verdad objetiva y evidente en todas las esferas del
espíritu. De ella se tomó forma y materia, con gratitud
y con admiración y ella llegó a constituir, por lo pronto,
el contenido principal de la cultura» (4).
Una consecuencia relevante del nuevo humanismo engendrado por el
Renacimiento es la reforma protestante. En ella se encuentra otra
de las raíces del proceso que ha configurado la actual especificidad
europea. Empero, como bien precisa Delio Cantimori, «suele hablarse
en general de Renacimiento y Reforma, no de Humanismo y Reforma. Pero
el problema, de este modo, está mal planteado: en primer lugar,
se puede negar incluso la cuestión, porque no hubo un sólo
"Renacimiento" y una sola "Reforma", sino muchos
Renacimientos (el italiano, el francés, el inglés, el
alemán; o bien el pagano, el cristiano, el artístico,
el literario, el filosófico, todos diferentes por la cualidad
y las características, y en el tiempo y en el espacio), y,
del mismo modo, muchas Reformas (luterana, zuingliana, calvinista,
anglicana). (...) Esta complejidad de fenómenos diferentes,
que acostumbra a mancomunarse bajo las dos etiquetas de Renacimiento
y Reforma, es el motivo por el que todos los tratados que sitúan
el uno frente al otro resultan insatisfactorios. Si de hecho se afirma,
con Benda, un origen común de los dos movimientos que, más
tarde en el decurso de la historia se escinden, puede hablarse realmente
de los conceptos de reformatio y de renovatio que surgen juntos del
misticismo franciscano y espiritual" de Dante, de Petrarca y
de Cola di Rienzo, para quienes la renovación política
y cultural es inseparable de la reforma religiosa; pero no debe olvidarse
que el verdadero problema surge cuando este motivo originario se divide
en dos movimientos alejados en el espacio y en el espíritu
informador, como el que tiene sus representantes en Lutero, Melachton,
Calvino, Zuinglio y el que tiene a sus principales exponentes en Valla,
en Pico de la Mirándola, en Poliziano, en Beato Renato, en
Ulrico von Hutten y en Erasmo de Rotterdam. (...) Por el contrario,
si hablamos de Humanismo y Reforma, nos acercamos más a la
realidad, al mundo de los hombres vivos, concretos, distintos entre
sí, y de sus no menos vivas y concretas esperanzas, aspiraciones,
sentimientos a menudo contradictorios y de sus pasiones encontradas»
(5). En definitiva,
mediante ese entrelazamiento del Renacimiento, la Reforma y el Humanismo,
Europa se hizo más pluralista no sólo en el campo religioso,
sino también en el filosófico e ideológico.
Un nuevo enriquecimiento del pluralismo ideológico europeo
es el constituido por ese amplio movimiento renovador que con las
denominaciones de Iluminismo, Enciclopedismo e Ilustración,
constituye el preámbulo necesario para la gran eclosión
democrática que se inicia con la Revolución Francesa
(1789-1793) y cuyos principios son extendidos después por todo
el continente a través de las guerras napoleónicas.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
realizada por la convención revolucionaria francesa, desarrolla
en ese sentido los principios de la Declaración de Independencia
norteamericana, también de inspiración europea, mediante
el movimiento de la Ilustración. A su vez, en las guerras napoleónicas
se observa ya el fenómeno de los nacionalismos, que iban a
acabar produciendo la primera gran crisis política europea.
Nacionalismos que tienen por base económica la necesidad de
desarrollar un mercado nacional específico, por las respectivas
burguesías europeas y, en el ideológico, el desarrollo
del romanticismo nacionalista que impulsa tanto a los revolucionarios
como a los reaccionarios en la Europa posnapoleónica.
II. La crisis europea.
En la primera década del siglo XX, Europa parecía haber
alcanzado el cénit de su plenitud. Con el desarrollo industrial,
desigual, pero generalizado, de sus diversos países, se iba
elevando el nivel de vida de sus poblaciones y el de educación
de sus ciudadanos. Muchos de sus Estados disponían de amplios
territorios coloniales que les proporcionaban mercados para sus productos
y baratas materias primas. Los grandes beneficios que de ellas se
obtenían permitían a sus respectivas burguesías
realizar concesiones a sus trabajadores, que mejoraban su nivel de
vida. Así se neutralizaba en parte la conflictividad social
y se integraba en el sistema a un sector relevante de la clase obrera.
El creciente desarrollo de la ciencia y de la técnica parecía
asegurar un progreso económico y social ininterrumpido. Es
cierto que ese progreso generalizado no alcanzaba en toda Europa la
misma homogeneidad. Existían diferencias económicas
y sociales entre el norte y el sur de Europa y entre la Europa Occidental
y la Oriental. La región sudoriental del continente, constituida
por la península balcánica, era con mucho la más
atrasada. Era un fenómeno que se explicaba por su tardía
incorporación a la especificidad europea, a causa del prolongado
dominio otomano que había sufrido durante siglos. Por ello
no puede sorprender que en esta etapa se calificase a los Balcanes
de «avispero de Europa». En consecuencia, pudo considerarse
natural que en una de sus ciudades -la serbia de Sarajevo- se iniciase
la ignición de la mecha que iba a hacer detonar los explosivos
que se habían ido acumulando en Europa.
El explosivo de las contradicciones económicas, engendradas
por el desarrollo desigual de sus países, que impulsaba a algunos
de éstos a tratar de obtener por la fuerza un nuevo reparto
territorial del mundo.
El reparto realizado en el Congreso de Berlín (1898) había
quedado ya obsoleto. El explosivo de las contradicciones políticas
nacionalistas, que se había exacerbado por el creciente desarrollo
de los chovinismos de gran potencia y de la necesidad de defenderse
contra él que tenían las pequeñas naciones y
las minorías nacionales. El explosivo de las contradicciones
militaristas, desarrolladas mediante una creciente carrera armamentista
en la que estaban empeñadas las principales potencias europeas.
Esa conjunción detonante explotó en 1914 con el pueril
pretexto del atentado de Sarajevo. Se inicia así la contienda
bélica, que primero se denominó «guerra europea»
-denominación muy significativa-, después, «gran
guerra», y, finalmente, primera guerra mundial, una vez que
con el estallido de la segunda fue posible tal numeración.
De hecho, en esta gran contienda europea radica el comienzo del proceso
que acabaría fragmentando a Europa. Lejos de solucionar los
problemas pendientes en el continente -como se pretendió por
la propaganda de los beligerantes-, la exacerbación de los
nacionalismos y de las ambiciones imperialistas hizo imposible que
una auténtica paz se iniciase con el final de la fase bélica.
Los sugestivos principios plasmados en los «14 puntos»
del presidente Wilson quedaron reducidos a papel mojado por las duras
condiciones impuestas a los vencidos mediante los tratados de Versalles
y Saint-Germain.
En esas duras condiciones encontró el incipiente movimiento
nazi el mejor caldo de cultivo para su desarrollo. Con su posterior
ascenso al poder en Alemania (1933) y la formación del eje
nazi-fascista, Europa se fracciona de hecho entre los que poco después
serán los contendientes de la segunda guerra mundial. Utilizando
la coacción militar, o la afinidad política con muchos
de sus regímenes fascistas o semi-fascistas, la Alemania nazi
consiguió que la mayoría de los países de Europa
oriental participasen en su «cruzada» anticomunista contra
la URSS. Por ello no puede sorprender que, cuando los ejércitos
soviéticos, después de vencer a las tropas nazis en
las decisivas batallas de Stalingrado y el arco de Kursk, penetran
en Europa central y oriental, derroquen a los regímenes pro-nazis
instaurados en esos países. Ese es el caso de Rumania, Bulgaria
y Hungría. Por el contrario, Polonia y Checoslovaquia disponen
de gobiernos en el exilio, que participan en el campo aliado, y Yugoslavia
y Albania son liberadas por sus respectivos movimientos guerrilleros.
Empero, tales particularidades no modifican el hecho fundamental de
que todos esos países de Europa central y oriental fueron integrados
en el denominado «bloque socialista», que adoptó
el modelo conocido de «socialismo real».
El profesor García de Cortázar, en su «Historia
del mundo actual, 1945-8%, describe así el proceso que integró
a eso países en el «bloque socialista»: «En
el corto espacio de tiempo que media entre 1945 y 1948, en la mayoría
de estos países se produjo un fulgurante ascenso de los partidos
marxistas, aprovechando bien la presencia del Ejército Rojo
o el enorme prestigio de los militantes de los partidos comunistas
bien arropados por la aureola de vencedor que exhibía la URSS.
Los comunistas, que habían popularizado durante años
de lucha los aspectos socialistas de sus programas y habían
combatido generosamente al invasor alemán, no iban a desperdiciar
la ocasión que les brindaron los convulsos años de posguerra.
Eliminando a sus adversarios, en algunos casos, obteniendo victorias
electorales en otros, pero siempre marchando delante de los programas
de reforma, hicieron posible la constitución de frentes de
resistencia nacionales, en los que obtenían la hegemonía
suficiente para dominar sus decisiones políticas. La particular
posición geopolítica del bloque, formando una barrera
natural entre Centroeuropa y la URSS, sería determinante para
señalar el futuro inmediato de los regímenes constituidos
al terminar la guerra. La versión que admite el famoso reparto
de zonas de influencia entre los aliados, durante las Conferencias
de Teherán, Yalta y Postdam, indica también la aquiescencia
anglonorteamericana a la creación de este cordón ante
la Unión Soviética. Los argumentos defendidos por Stalin
y su ministro Molotov a favor de impedir un futuro avance alemán
hacia la URSS, con esta oposición permanente, encontraron el
beneplácito de Roosevelt y Churchill, más preocupados
entonces por asegurar la paz que por impedir la penetración
comunista en Europa oriental» (6).
Cristaliza así un bloque de países «socialistas»
aliados de la URSS, que posteriormente se entrelazarían por
la organización militar del Pacto de Varsovia (1955), constituida
en respuesta a la fuerza bélica de la OTAN (1949) y por el
organismo de cooperación económica denominado LAME.
Fueron enormes los obstáculos y dificultades que sus gobiernos
y partidos dirigentes tuvieron que afrontar para que tales países
iniciasen procesos de transición a un socialismo basado en
el modelo soviético. A tal fin, el impulso no provenía
de una gran revolución social propia -como la realizada en
Rusia en 1917-, sino de un proceso que Adam Schaff calificó
de «exportación de la revolución». En ellos,
salvo la excepción que constituía Checoslovaquia, no
se daban, ni remotamente,las condiciones objetivas y subjetivas necesarias
para asegurar el éxito de un proceso de transición al
socialismo. Incluso, actualmente, con la perspectiva histórica
alcanzada y la documentación disponible; muchos historiadores
consideran que el objetivo fundamental que Stalin trataba de alcanzar
en Europa central y oriental no era tanto desarrollar un bloque de
Estados socialistas como, por razones geoestratégicas, asegurar
a la URSS un glacis defensivo frente a eventuales nuevas agresiones
procedentes de occidente. En todo caso, a partir de 1948, con el desarrollo
abierto de la «guerra fría», Europa quedó
dividida en dos mitades más o menos delimitadas por el reparto
de zonas de influencia acordado en la Conferencia de Yalta. Desde
entonces se ha desarrollado la tendencia a hablar de Europa como si
ésta se circunscribiese sólo a los límites propios
de su porción occidental. Se trataba de un grave reduccionismo,
pues no sólo por razones geográficas e históricas,
sino también por razones culturales, Praga, Budapest, Berlín,
Varsovia, etcétera, son ciudades tan europeas como puedan serlo
Londres, París, Bruselas, Roma, Madrid, etcétera.
III. Las dos Europas.
Durante décadas, antes incluso de la construcción del
muro de Berlín, se trató de simbolizar en el denominado
«Telón -de Acero» la división de Europa.
Se trataba de una frase afortunada del famoso discurso de Winston
Churchill en Fulton (Missouri), que en 1946 se consideró como
la proclamación oficial de la «guerra fría».
Empero no se trataba sólo de un sím-bolo, sino del hecho
real de que, como consecuencia del antagonismo entre ambos bloques
-simplifica-doramente calificados de «socialista» y «capitalista»-,
ambas Europas se situaron espalda contra espalda para desarrollarse
en direcciones opuestas.
Aunque la Europa occidental no sufrió, durante la segunda
guerra mundial, devastaciones comparables a las que padecieron la
URSS y otros países de Europa oriental, no por ello podía
considerarse satisfactoria su situación económica al
finalizar la contienda bélica. Grandes zonas de Francia, Holanda,
Bélgica y Alemania acusaban los efectos de la devastación.
Aunque Varsovia era la capital europea más destruida, otras
como Berlín no le iban a la zaga. Centros fabriles como Milán
o Turín, Lyon, Dusseldorf, Colonia, etcétera, junto
a las zonas costeras del norte de Francia presentaban, asimismo, grandes
destrucciones. Entre los países occidentales, sería
Francia la más perjudicada, al ser el escenario de las peores
batallas. En especial, los nudos de comunicación y sobre todo
los puentes que la unían a Centroeuropa quedaron inservibles.
En total, no menos de 6.000 puentes franceses quedaron volados o inutilizados.
Mientras tanto, los principales puertos -Tolón, Calais, Boulogne,
Burdeos y Dunkerque- permane-cían bloqueados o gravemente dañados.
Los canales franceses, de importancia sustancial para sus comunicaciones
internas e internacionales, fueron también inutilizados en
su totalidad en la zona norte. Los centros urbanos galos padecieron
la destrucción de al menos dos millones de casas. Holanda,
por su parte, se había convertido tras la guerra en un país
semisumergido, con todas las tierras al sur del Zuiderzee bajo el
agua y todos los puentes fluviales que la unían a Bélgica
en ruinas. Los canales belgas y holandeses no pudieron ser utilizados
antes de seis meses.
Alemania, que sufrió los peores ataques en la fase final del
conflicto, parecía un paisaje lunar en el que se mezclaban
los cráteres de las bombas, con los hierros retorcidos de casas;
ferrocarriles y puentes. En su parte occidental, fueron destruidos
740 de los 958 puentes que mantenían la comunicación
con otros países y entre los landers regionales. En general,
el impacto sobre los medios de comunicación sería el
principal obstáculo para tratar de normalizar la vida europea,
mayor incluso que las propias pérdidas humanas o la destrucción
de viviendas. En su conjunto, los gastos de reconstrucción
superaban las posibilidades financieras de los países europeos.
Además, 1947 fue el peor año de la década para
la agricultura, cerrándose con la pérdida de la cosecha
un período de grandes dificultades. En tales circunstancias,
fue inevitable tener que recurrir a la ayuda norteamericana. EE.UU.
se había beneficiado de una guerra realizada en su totalidad
fuera de su territorio y con grandes ganancias para su industria de
armamentos. Por ello, los EE.UU. eran, junto a Canadá y en
menor medida algunas naciones sudamericanas, los únicos países
con capacidad económica y logística para remediar las
necesidades más acuciantes de la empobrecida Europa. De ahí
que aunque el organismo encargado de materializar la ayuda, la United
Nations Relief and Rehabilition Administration (UNRRA), estaba bajo
el control oficial de las Naciones Unidas, fuera de hecho una plataforma
propagandística de los EE.UU. Empero, como bien lo precisa
el profesor García de Cortázar, la ayuda norteamericana
no sólo servía a ese fin, ya que también fue
muy útil para la colocación de grandes excedentes agrícolas,
procedentes del enorme desarrollo que habían alcanzado las
producciones norteamericanas por impulso de la demanda europea. El
envío hacia las hambrientas ciudades europeas de esa superproducción
impidió el derrumbe de la agricultura americana, que pudo vender
al Gobierno sus bienes de salida más difícil.
Ahora bien, no se trataba sólo de que las poblaciones europeas
pudiesen subsistir, sino de que reconstruyesen sus economías.
Y no sólo por razones económicas, sino también
políticas. En una Europa occidental pauperizada y hambrienta
podían abrirse paso fuerzas políticas que preconizasen
la transformación revolucionaria de sus sociedades. El riesgo
que ello suponía para el sistema capitalista impulsó
al presidente de EE.UU. a formular el 12 de marzo de 1947 la declaración
conocida como «doctrina Truman», que ha justificado el
intervencionismo norteamericano en el exterior hasta nuestros días.
La doctrina que justifica desde entonces la política exterior
de los EE.UU. se adelantaba así en unos meses al Plan Marshall,
del que, sin embargo, no puede disociarse y con el que forma las dos
caras de una misma moneda política. Así, según
el historiador García de Cortázar, «si la doctrina
Truman resultaba válida para cualquier lugar del globo y por
tiempo indefinido, el plan Marshall era un programa concreto de ayuda
a los países europeos hasta que lograran afianzar su reconstrucción
económica y social. No obstante, esa intención suponía
también el deseo de recomposición política bajo
el molde de la homologación. Y ese factor se iba a convertir
en elemento de la estrategia internacional USA, incluso por encima
de cualquier otra consideración, una vez que desaparecieran
los factores desestabilizadores como la pobreza, el desempleo, el
hambre, etcétera» (7).
El proyecto, que se pondría en marcha en la primavera de 1948,
fue dado a conocer por el general Marshall, secretario de Estado norteamericano,
en un discurso en la Universidad de Harvard. En él expresaba
la conveniencia de dar un salto cualitativo en la ayuda americana
a Europa, no limitándose a la mera ayuda subsidiaria, sino
tratando de recomponer la misma estructura económica y financiera
de las naciones europeas arruinadas. La justificación del plan
descansaba y era tributaria, por tanto, de la pre-cedente doctrina
Truman, con la que formaría un bloque ideológico de
contención y evitación de «graves problemas económicos,
sociales y políticos». Durante los años que, en
sentido amplio, pueden considerarse de aplicación del Plan
Marshall, entre 1948 y 1961, el importe total de las entregas, préstamos
y donaciones superó los 30.000 millones de dólares.
Del cuadro estadístico correspondiente se deduce que fueron
cuatro países -Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia-
los que en mayor medida fueron apoyados por los préstamos USA.
Ellos solos recibieron casi 20.400 millones de dólares, lo
que supone más del 67 por 100 del total. Para muchos historiadores,
esa des-proporción explica de modo contundente las diferencias
económicas entre esos cuatro grandes países europeos
y el resto de sus vecinos menores y también sus inquebrantables
fidelidades hacia los EE.UU. Impulsada por la necesidad de coordinación
económica que requería la aplicación del Plan
Marshall, pero también como reacción contra el hegemonismo
norteamericano que aquél suponía, al finalizar la década
del cuarenta comenzó a desarrollarse en Europa occidental el
proceso de unificación europea. Sin embargo, no se puede olvidar
que sus raíces son muy anteriores. A juicio del profesor García
de Cortázar, el movimiento europeísta y el ideario de
unidad de los pueblos que componen el viejo continente tiene raíces
históricas tan profundas como pueden ser las de un mismo tronco
político, cultural, espiritual, cuyo origen habría de
remontarnos, cuando menos, a la Edad Media. Sin embargo, este criterio
más o menos intelectual y disperso no pudo cuajar en una realidad
institucional, hasta que la situación de postguerra y una misma
visión de intereses de futuro en común tomaron cuerpo
en los dirigentes europeos occidentales. El primer organismo que se
puede citar como embrión del Mercado Común Europeo (MEC)
es la organización Europea de Cooperación Económica
(OECE), constituida en 1948 para encargarse de la formalización
del Plan Marshall. Después de la OECE (transformada en 1961
en OCDE), primer órgano de colaboración europea, una
idea de unidad limitada a tres socios (Bélgica, Holanda y Luxemburgo)
tomaba cuerpo en forma de acuerdos monetarios y aduaneros. Se trataba
del Benelux, que en una primera etapa unificaba o suprimía
aranceles, para pasar en 1949 a la eliminación de restricciones
comerciales y trabas monetarias. Gracias a estas iniciativas, en 1957,
cuando se constituye el MEC, el Benelux había conseguido ya
un grado considerable de liberalización de intercambios. El
ensayo del Benelux pasó así a la historia como precedente
y experimento de integración que facilitó el posterior
rodaje comunitario. Al firmarse el Tratado de Roma -el 22 de marzo
de 1957-, el organismo que así nacía (y que comprendía
a Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Italia, Francia y Alemania)
copiaba las estructuras arancelarias y los pasos dados por los tres
pequeños países que se habían adelantado a la
futura Europa unida.
En plena consolidación del programa Benelux, nacería
otro organismo de capital interés para la venidera integración.
La Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) fue constituida
con carácter sectorial por el tratado de París de 1951,
como un ambicioso proyecto que hiciera posible la evitación
de conflictos en el área industrial franco-alemana y preparara
el camino hacia objetivos ulteriores más importantes. Con la
CECA se ponían bajo administración conjunta las principales
decisiones sobre producción carbonífera y de fabricación
siderúrgica en Alemania y Francia. Robert Schuman, ministro
de Asuntos Exteriores francés, apadrinó el proyecto,
en su deseo de controlar el potencial industrial germano. La CECA
fue propuesta a todos los países europeos del área Marshall,
y aunque Gran Bretaña no aceptó participar, contaría
con la adhesión de Italia y el Benelux. En 1955, los seis de
la CECA encargan a un comité dirigido por Spaak la redacción
de un texto definitivo, que servirá de base para la firma del
Tratado de Roma. Nacía así la Comunidad Económica
Europea (CEE), dentro de un marco ideológico de unificación,
pero todavía con ambiciones limitadas en una primera fase a
la libre circulación de productos agrícolas e industriales
y al establecimiento de un cerco arancelario común frente a
terceros.
Tras sufrir duramente los embates de la crisis económica iniciada
en 1973, la CEE entró en una nueva fase. El proyecto de unidad
de la Europa capitalista, la del Mercado Común, vería,
en 1987, sumarse otros dos miembros, España y Portugal, con
lo que se completaba la Comunidad de los doce. A pesar de los distintos
matices de cada país, el conjunto económico formado
por los doce integrantes (CE) se encontraba a finales de la década
del ochenta en un ciclo de recuperación económica. Después
de traumáticas reconversiones y de duros ajustes socioeconómicos,
los indicadores de coyuntura registraban, en 1988, una marcha favorable
de la economía. De acuerdo con el informe anual de la Comisión
Europea, la economía de la CEE hacía entrada en otro
período de auge semejante al de la década del sesenta,
con franca recuperación de la demanda y la producción.
El crecimiento medio del PIB comunitario se estimaba en un 3,5 por
100, el más alto en diez años, al mismo tiempo que la
tasa de inversión, en torno al 7 por 100, representaba la mayor
obtenida en las dos últimas décadas. Las tensiones inflacionistas,
mayores entre los integrantes mediterráneos, se trataban de
contrarrestar con controles salariales y subidas de los tipos de interés,
pero no impedían una visión optimista del conjunto capitalista
europeo.
En el camino que le había llevado a esta recuperación,
la CEE había tratado de resolver algunas controversias, como
la de la Europa verde. Los problemas agrícolas dividieron a
los miembros de la Comunidad hasta el primer semestre de 1988, en
que se aprobó una importante reforma de la política
común dirigida a las producciones agrarias. La limitación
de la producción y el almacenamiento, la reducción de
subvenciones o el control de los precios a la baja, trataban de incentivar
una reducción de los excedentes comunitarios en ese sector,
aunque amenazaban con crear nuevos desajustes sociales. En el campo
de la industria, los planes de reconversión afectaron más
a los últimos incorporados y a los que, como España,
habían mantenido una mayor tradición proteccionista.
Astilleros y grandes siderúrgicas padecieron el choque de la
incorporación en los convulsos años ochenta, sufriendo
en algunos casos un importante desmantelamiento. El reciclaje tecnológico
del sector industrial constituye todavía un reto para los miembros
menos desarrollados de la CEE, en una Europa que desde 1992 tratará
de presentar un aspecto más homogéneo que hasta ahora.
Para esa fecha, la eliminación de barreras comerciales creará
un mercado único comunitario, ahorrando más de 100.000
millones de pesetas en aranceles, otros tantos en gestiones fronterizas
y no menos de un billón en costos de administración
comercial.
La otra Europea, la Europa del Este, al tratar de desarrollarse en
un sentido socialista, también pasó por diversas fases
a partir del final de la segunda guerra mundial. Las enormes pérdidas
que sufrió la URSS como consecuencia de la agresión
nazi en 1941 requirieron un gran esfuerzo de reconstrucción.
La catástrofe demográfica -más de 20 millones
de muertos- fue tan grande que hasta 1954 no logró recuperar
la cifra de 195 millones de habitantes que había alcanzado
en 1941. De un total de 1,5 billones de dólares estimados como
pérdidas globales, la URSS reclamó como reparaciones
un 50 por 100, cantidad que fue aceptada por los aliados. Las destrucciones
en suelo soviético afectaron a más de 1.700 ciudades,
70.000 pueblos, 32.000 fábricas, 84.000 escuelas... No menos
de 65.000 kilómetros de vías de comunicación
quedaron inservibles. Mientras la situación de la vivienda
era catastrófica, con casi 20 millones de personas sin hogar,
la producción agrícola e industrial sólo llegaba
al 60 por 100 de la de 1940. Bajo la impresión del desastre
que para la URSS había supuesto la segunda guerra mundial,
no les fue difícil a los dirigentes soviéticos justificar
ante su pueblo la creación de un bloque de países «socialistas»,
el mantenimiento de un clima de guerra fría o la presión
armamentística sobre las inversiones presupuestarias. En tales
condiciones, las tareas de reconstrucción y el posterior intento
de crear unas mejores condiciones de vida para el pueblo soviético
tuvo que afrontar el alto costo de un ejército y una industria
militar desproporcionada. En realidad, esta carga ha agravado en todo
momento las posibilidades reales del desarrollo soviético,
incluso en los mejores años de la recuperación económica.
Para el período de postguerra, la planificación de
la economía se realizó a través del IV Plan Quinquenal
(1946-50) que tenía como objetivo fundamental alcanzar la producción
de anteguerra. El aislamiento financiero a que estuvo sometida la
URSS, tras rechazar el plan Marshall, y el conjunto de calamidades
y destrucciones, no impidieron la obtención de las metas del
IV Plan. En 1950, cuando se consideraba finalizado el período
del plan, el índice de la producción industrial había
pasado del 100 de 1941 a 171. Se recuperó así con amplitud
el bache de postguerra y las producciones de carbón y acero
se dispararon en relación a la década anterior. Del
mismo modo, la fabricación de maquinaria y material industrial,
junto a los productos químicos, se colocaron a la cabeza del
desarrollo soviético. Símbolos de la notable recuperación
soviética de postguerra fueron la apertura del gigantesco canal
Volga-Don (1952) y la puesta en funcionamiento de la primera central
nuclear soviética en 1949. En el plano de la tecnología
militar, la producción de bombas atómicas desde 1949
y la de hidrógeno desde 1953. Pero, sobre todo, lo que dio
relevancia internacional a los avances soviéticos en la década
del cincuenta fue el espectacular desarrollo de la investigación
espacial que desde 1957, con la colocación en órbita
del primer satélite artificial, conocería señalados
éxitos.
Los métodos propios de una economía planificada y centralizada
al extremo contribuyeron decisivamente al despegue económico
soviético -no obstante las difíciles condiciones en
que éste hubo de realizarse y a la milagrosa reconstrucción
de postguerra. Sin embargo, mediada la década del cincuenta,
se requería en la URSS una reforma económica, social
y política que posibilitase la necesaria descentralización
de la economía y proporcionase mayor estímulo a la participación
popular en el proceso productivo. Ese fue el proyecto que encabezó
Jrushov a partir del XX Congreso del PLUS (1956), que inició
una crítica al «culto a la personalidad» y dio
paso a un intento de desestabilización política, económica
y cultural. En el campo económico, además de diversas
reorganizaciones de los ministerios industriales y de los organismos
de planificación, se inició la denominada «reforma
Liberman», que pretendía la descentralización
de la planificación estatal y la autogestión de las
empresas industriales. En octubre de 1964, Jrushov fue destituido
de sus cargos por el Comité Central del PLUS. Jrushov fracasó
no sólo a causa del arbitrismo de algunas de sus actuaciones,
sino también debido a que se coaligaron contra él determinados
sectores privilegiados de la burocracia soviética que temían
las consecuencias de sus reformas. Gradualmente, el nuevo equipo dirigente
soviético, dirigido por Brézhnev, abandonó la
vía de las reformas emprendida por Jrushov para caer en la
autosatisfacción política y el estancamiento económico.
Se perdieron así dos décadas, haciendo más difícil
y arduo el proceso de reforma.
Generalmente, se considera la política de «perestroika»
como el factor desencadenante de los procesos de cambio que se han
producido en los países del Este que habían adoptado
el modelo de «socialismo real». Por otra parte, es evidente
que la política de perestroika no ha surgido por azar o por
el mero arbitrismo de algunos dirigentes soviéticos. Por el
contrario, responde a una necesidad histórica ineludible generada
por la acumulación, a lo largo de décadas, de una serie
de errores y deformaciones políticas tanto en el PCUS como
en el Estado soviético. Como consecuencia de tales deformaciones
surgió el «mecanismo de freno» -al que alude Gorbachov
en su libro sobre la perestroika-, que no sólo originó
una grave crisis económica en la URSS, sino también
una degradación de las instituciones políticas, económicas
y sociales soviéticas. Incluso una crisis en los valores morales
propios de una sociedad socialista. Se imponía, en consecuencia,
la adopción de enérgicas medidas correctoras que permitiesen
superar la crisis general en que se estaba sumiendo gradualmente la
URSS. Inicialmente no se captó la magnitud de la tarea que
ello suponía, ni las consecuencias que podían derivarse.
No obstante, puede suponerse que cuando los dirigentes soviéticos
decidieron efectuar el gran viraje corrector que constituye la perestroika,
serían conscientes de los riesgos que ello suponía,
no sólo para la estabilidad política, social y nacional
de la URSS, sino también para la de los demás países
integrados en la organización del Pacto de Varsovia.
Sin embargo, tuvieron el valor de afrontar el reto para así
poder superar el callejón sin salida al que ineludiblemente
conducía la política de estancamiento.
Transcurrido un lustro desde el inicio de la perestroika, se puede
efectuar ya un cierto balance de sus resultados. Una primera impresión
es la de que ese balance resulta desigual, según los campos
concretos de su aplicación. En el campo concreto de la información,
la cultura y el respeto de los derechos humanos, es donde estimamos
que se han obtenido resultados más satisfactorios. La «glasnot»
ha complementado en este campo a la «perestroika», proporcionando
una amplia libertad de expresión. Es de valorar también
que en el medio cultural y científico hayan desaparecido las
prohibiciones de determinados libros, películas, representaciones
teatrales o de ciertos temas en los debates culturales, científicos,
filosóficos, literarios, etcétera. En el plano de la
actividad económica y de los abastecimientos básicos
de la población, el balance es mucho menos satisfactorio. No
pueden por menos que suscitar preocupación las informaciones
sobre la situación caótica creada en la actividad económica
industrial, en los servicios, y en la distribución de los abastecimientos
necesarios para satisfacer las necesidades fundamentales de la población
soviética. Es una situación propia de los procesos de
transición, pero que se está prolongando excesivamente.
En el campo político deben valorarse las reformas que se han
realizado en los poderes legislativo y ejecutivo -en menor grado en
el judicial- y el intento de avanzar hacia un Estado de derecho democrático
y socialista.
Los resultados más espectaculares de la perestroika se han
obtenido en el campo de la política exterior. Gracias a esa
nueva política, la URSS ha mantenido la iniciativa en el área
de las relaciones exteriores, logrando grandes avances en la distensión,
así como la superación, total o parcial, de diversos
conflictos regionales -Afganistán, Angola, Namibia, etcétera-.
A la política de perestroika se deben también los avances
que se han producido en la disminución de la conflictividad
en Europa y una gradual aproximación hacia la programada -y
por el propio Gorbachov concebida- «Casa Común Europea».
Por el contrario, un eventual efecto negativo de la nueva situación
internacional creada por la perestroika puede radicar en la práctica
desaparición del contrapoder que en el equilibrio internacional
había supuesto la potencia militar de la organización
del Pacto de Varsovia. Al tener que priorizar ahora la URSS la solución
de los problemas internos, se puede crear un vacío de poder
en el campo internacional que posibilite el aventurerismo de otras
potencias.
Durante el otoño e invierno de 1990-91, se ha agudizado la
compleja crisis -política, económica, social, cultural
y moral- que sufre la URSS. Las múltiples reformas que ha impulsado
la perestroika han hecho avanzar el proceso hasta un punto crítico,
que va a determinar el éxito o el fracaso definitivo del viraje
impulsado por Gorbachov. El retraso en resolver el problema constitucional
de las formas que adoptará la unión -federación,
confederación, etcétera- entre las diversas naciones
y nacionalidades que integran la URSS, ha tenido una fuerte repercusión
en la situación económica y en el problema de los abastecimientos
básicos para la población. Mientras dure la incertidumbre
sobre las futuras formas de unión -y el reciente referéndum
no las ha despejado totalmente- cada república soviética
(y, en algunos casos, cada región, comarca y ciudad, etcétera)
tiende a reservar las mercancías que produce, destinándolas
exclusivamente a su propio uso. También existe una gran incertidumbre
sobre el contenido de las reformas económicas, pues la existencia
de diversos planes de reformalos de Shatalin, Abalkin, Agambegiam,
etcétera-, lo mismo puede conducir a una economía mixta,
que conserve la opción socialista, que a la instauración
en la URSS de un capitalismo salvaje desprovisto de todo control social.
Si en la URSS el proceso de reforma, impulsado por la perestroika,
ha resultado más difícil de lo previsto, se hace todavía
más complejo y difícil en los demás países
del Este. A diferencia de la URSS, en ellos no tuvo lugar una profunda
revolución social. Los regímenes de «democracia
popular» que en ellos se implantaron fueron consecuencia de
la «exportación de la revolución» que realizaron
en 1944-45 los ejércitos soviéticos, y del reparto de
zonas de influencia acordado en la Conferencia de Yalta. Por ello,
sus regímenes políticos nunca gozaron de tanto arraigo
popular como el poder soviético en la URSS y sí de muchas
mayores resistencias nacionales y sociales. Esto no significa que
no alcanzasen una cierta base social, ni que sean desdeñables
sus logros en el campo de la cultura, la educación, la sanidad,
el deporte, etcétera. También lograron erradicar los
latifundios, desarrollarse industrialmente e instaurar el pleno empleo.
No obstante, fracasaron en su intento de lograr un adecuado nivel
de consumo para sus poblaciones y regímenes políticos
suficientemente participativos para asegurar el pleno apoyo de sus
pueblos. Por ello, no puede sorprender que cuando - en aplicación
de la política de perestroika- la URSS posibilitó su
evolución política natural, se hayan producido en tales
países profundos cambios políticos.
La evolución de los países de Europa central y oriental,
que formaban parte del bloque del «socialismo real», sigue
la línea que era previsible una vez iniciado el proceso de
cambio. Salvo la excepción de Rumania y Bulgaria, por un movimiento
pendular típico, ha proporcionado la victoria electoral a las
fuerzas de centro-derecha. En Rumania y Bulgaria la oposición
se negó a aceptar el triunfo electoral de una izquierda, más
o menos continuísta, y esta oposición puede alcanzar
sus objetivos si sabe aprovechar la crisis económica creciente.
En los demás países se puede producir la misma evolución
-aunque con signo político contrario-, posibilitando a medio
plazo un renacimiento de la izquierda. No es todavía posible
predecir con exactitud la evolución futura de estos países.
Están siendo fuertes los intentos de integrarlos en el sistema
capitalista -como importantes mercados y fuentes de materias primas-,
pero el proceso de privatización no va a estar exento de resistencias
y dificultades. A pesar de la fascinación inicial que puedan
suscitar los señuelos de la sociedad de consumo, sus trabajadores
no van a aceptar fácilmente un simple retorno a la explotación
capitalista y a un régimen económico caracterizado por
la marginación social, el desempleo y la competitividad extrema.
IV La unificación.
En la caída del muro de Berlín se ha simbolizado el
fin de la división entre las dos Europas, que fue una de las
consecuencias fundamentales de la segunda guerra mundial. Desde una
perspectiva histórica de conjunto, era inaceptable que Europa
estuviese durante décadas dividida. Y no tanto debido a que
sus Estados tuviesen distinto contenido económico, político
y social. Tanto la Carta de la ONU como el Derecho Internacional admiten
que en la comunidad mundial puedan existir distintos regímenes
económico-sociales. En el caso que estudiamos, la división
provenía, sobre todo, del reparto de zonas de influencia y
de la cristalización por el proceso de «guerra fría»
de bloques militares antagónicos. Sin embargo,a pesar de esta
división artificial y contraria a la voluntad de sus pueblos,
Europa no dejó de constituir una unidad cultural -suma de su
pluralidad de culturas- y no se pudieron romper totalmente los lazos
que relacionaban a sus naciones. Como muy bien precisó en su
día el presidente De Gaulle, Europa se extiende realmente desde
el Atlántico a los Urales. En consecuencia, una auténtica
unificación europea, que no sea meramente regional, deberá
comprender en su día a todos los países integrados en
ese espacio geográfico y cultural. Sin embargo, ello requerirá
un proceso dilatado, pues son muchos los obstáculos que deberán
superarse para lograr tal integración.
Uno de los mayores obstáculos surgirá, sin duda, en
el campo económico. La Europa central y oriental no es nada
homogénea en el plano económico. Difícilmente
pueden homologarse las situaciones económicas actuales en Alemania,
Polonia, Checoslovaquia, Hungría, etcétera, y mucho
menos con la existente en Rumania, Bulgaria, Yugoslavia y Albania.
Incluso subsiste la duda de si el actual proceso de cambios políticos
no generará diversos Estados nuevos, bien sea por la fragmentación
de Yugoslavia (Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro,
Macedonia, etcétera), o por la segregación de la URSS
de los Estados bálticos (Lituania,Letonia y Estonia). Otra incógnita radica en la eventualidad
de que algunos de tales Estados mantengan la opción socialista,
mientras otros se integren definitivamente en el sistema capitalista.
Despejada tal incógnita, tampoco está claro el futuro
de los que se integren en el sistema capitalista. Económicamente,
muchos de ellos no podrán integrarse en el centro del sistema
-en este caso, en la Comunidad Económica Europea-, sino que
permanecerán marginados en la periferia del mismo. Todo ello
hace compleja, difícil y dilatada la posibilidad de una integración
económica del conjunto de Europa. En el plano militar, los
intentos de Polonia y Hungría de ingresar en la OTAN, tampoco
parece que vayan a tener éxito. Una vez de extinguida la organización
militar del Pacto de Varsovia, lo lógico sería que desapareciese
también la OTAN.
En el campo estrictamente político de las instituciones europeas
es donde existen más posibilidades de integración. No
tanto en las instituciones de la Comunidad Europea (CE) como en las
del Consejo de Europa, dotadas para ello de una mayor flexibilidad.
En ese sentido, no seria difícil que, a medio plazo, la totalidad
de los países de Europa se integren en el Consejo de Europa.
A su vez, ofrecen interesantes posibilidades de colaboración
intereuropea la celebración regular de Conferencias de Seguridad
y Cooperación europeas. De hecho, hasta ahora, el único
país europeo ausente de tal foro ha sido Albania. Y no por
mucho tiempo, pues su Gobierno ya ha solicitado la incorporación.
Ahora bien, la historia demuestra que para culminar procesos de integración
o unificación, las premuras resultan contraproducentes. Esa
es la lección que ya se puede deducir de la apresurada unificación
alemana. En ese sentido, no puede dejar de suscitar preocupación
la forma concreta que ha revestido la unificación alemana,
con la práctica absorción de la denominada República
Democrática Alemana (RDA) por la República Federal Alemana
(RFA): Aunque no se podía negar al pueblo alemán el
derecho a la autodeterminación -como a ningún otro pueblo-,
el proceso de reunificación de Alemania tenía claras
repercusiones en la situación general europea, que deberían
haber sido resueltas con menos premura, en el sentido general de la
unificación europea. Sin embargo, de hecho, en lugar de la preconizada europeización
de Alemania, parece haberse impuesto la alemanización de Europa.
Por otra parte, el «Anschluss» de la RDA refuerza las
posiciones del gran capital en la Comunidad Europea e incrementa los
riesgos de regresividad social para el conjunto de sus miembros integrantes.
Tampoco se puede desconocer que dicha anexión ha hecho reaparecer
-en mayor o menor grado- los temores tradicionales que en varios países
europeos ha suscitado el expansionismo germánico. A pesar de
las seguridades que los dirigentes alemanes ofrecen sobre el reconocimiento
de las fronteras actuales, la superación de las tendencias
revanchistas, la asunción definitiva de la democracia por el
pueblo alemán, sus intenciones pacíficas, etcétera,
subsisten las dudas que la práctica histórica suscita,
ya que seguridades semejantes fuerontambién ofrecidas por los
dirigentes de la República de Weimar en las décadas
del veinte y del treinta. Además, la gigantesca potencialidad
del nuevo Estado alemán unificado tendrá también
su propia dinámica. Y no es difícil considerar que,
en ese sentido, las tesis científicas sobre las consecuencias
que suscita el desarrollo desigual de los Estados capitalistas, al
plantear renovados intentos de modificación del reparto territorial
del mundo. Igualmente, se pueden suscitar dudas sobre si la Unión
Soviética no estaba en condiciones de moderar la excesiva rapidez
con que se ha producido la reunificación alemana y las negativas
consecuencias que de ello pueden derivarse para la seguridad europea.
En la débil reacción soviética, frente al ritmo
excesivamente rápido de la reunificación -a pesar de
las posibilidades que para moderarla ofrecía la Conferencia
«2+4»-, pueden haber influido no sólo por razones
económicas -las contrapartidas ofrecidas por el Gobierno de
la RFA a la URSS-, sino también la situación geoestratégica
creada por el hecho indudable. de que el bloque encabezado por la
URSS perdió la «guerra fría».
No han faltado voces autorizadas advirtiendo contra las consecuencias
negativas de una reunificación apresurada de Alemania. Así,
el prestigioso escritor alemán Günter Grass, en su libro
«Alemania: una unificación insensata», decía:
«La unificación, entendida como asimilación de
la RDA por la República Federal, conllevaría pérdidas
irrecuperables: los ciudadanos del otro Estado absorbido perderían
por completo toda su dolorosa identidad, conquistada mediante una
lucha sin precedentes; su historia sucumbiría frente al sordo
precepto de unidad. Nada se habría ganado, excepción
hecha de un poder pleno y, en consecuencia, alarmante, hipertrofiado
por su apetencia paulatina de mayor poder. A pesar de todas las promesas
solemnes, bienintencionadas si se quiere, los alemanes volveríamos
a inspirar temor. En efecto, observados por nuestros vecinos con una
desconfianza justificada, no tardaría en resurgir el sentimiento
de aislamiento y con él esa mentalidad que constituye un peligro
público, que por autocompasión se ve a sí misma
"rodeada de enemigos". Una Alemania reunificada sería
un coloso portador de una carga tan compleja que supondría
una lastre para sí mismo y para la unificación europea.
Por el contrario, la confederación de los dos Estados alemanes
y su renuncia expresa al Estado unitario contribuiría a la
unidad europea, al igual que la identidad alemana será una
unidad confederal» (8). En
el plano económico, ya se reconoce abiertamente el fracaso
de la reunificación alemana. Así lo han tenido que admitir
el ministro de Finanzas de la RFA, Jürgen Mölle-mann, que
lo califica de «fallo de cálculo», y el presidente
del Bundesbank, Hans Otto Pöhl, que la considera un «desastre».
Y, efectivamente, como desastre puede ser considerado, en el campo
económico, un proceso de reunificación que ha dejado
sin trabajo a uno de cada tres alemanes orientales. Y las perspectivas
de futuro son todavía más negras. Se estima, con fundamento,
que en los próximos meses la proporción de desempleo
puede llegar a ser del 50 por 100 o superior y, por ahora, nada apunta
hacia una chispa de luz al final del túnel. Por ello, los ciudadanos
de la ex RDA se consideran estafados por el canciller Kohl, que, en
su demagogia electoral, prometió que ningún alemán
oriental viviría peor después de la reunificación.De
ahí que se hayan reanudado las manifestaciones multitudinarias
en Leipzig y otras ciudades orientales alemanas, pero ahora para protestar
por el deterioro económico y exigir la dimisión de Kohl.
En un sentido más general, el proceso de unificación
europea requiere reformas importantes de los órganos comunitarios.
Fundamentalmente, en el sentido de retirar atribuciones al Consejo
de la Comunidad y de conceder competencias legislativas auténticas
al Parlamento Europeo. La necesidad de tales reformas la refleja muy
bien un eurodiputado: el politólogo Maurice Duverger, en un
reciente artículo titulado «Una comunidad sin cabeza
ni democracia». Según el profesor Duverger, «la
Comunidad Europea no tiene cabeza y menos aún democracia. La
verdad es que allí no manda nadie. El Gobierno se desparrama
entre la Comisión, los comités particulares creados
por el Consejo, los representantes permanentes de los ministros y
las reuniones del Consejo, cuyos miembros son diferentes a tenor de
las cuestiones a tratar: asuntos generales, economía, finanzas,
agricultura, industria, transportes, etcétera. (...) Pese a
reunir a 12 países de los más democráticos del
mundo, la Comunidad está dotada de un sistema autocrático
sin parangón en todo Occidente. Y, sin embargo, sus ciudadanos
gozan de una doble representación por sufragio universal. El
Parlamento Europeo, elegido directamente por los ciudadanos, encarna
la voluntad de unión. Formado por los representantes de los
Gobiernos investidos por los Parlamentos de los Estados, el Consejo
encarna las diversidades nacionales. Las dos legitimidades son iguales
y complementarias, pero el Parlamento Europeo no dispone más
que de las migajas de un poder legislativo monopolizado casi por completo
por el Consejo, y éste adopta sus decisiones a puerta cerrada,
lo cual equivale a decir que sus miembros no están controlados
por sus respectivos Parlamentos. Los representantes de los pueblos
de la Comunidad están en la práctica excluidos para
elabo rar directivas, esas leyes federales que se imponen a los Estados
miembros. El Parlamento Europeo no tiene la iniciativa de sus proyectos,
ya que únicamente puede rechazarlos o enmendarlos, y esto,
a su vez, sólo obliga al Consejo a adoptarlos, bien que sea
por unanimidad. La batalla a propósito de la sede, Bruselas
o Luxemburgo, no es más que una comedia barata, pues lo que
en su interior existe es una asamblea teatral que representa obras
sin gran influencia fuera de la sala del espectáculo. No es
de extrañar que los electores no se tomen muy en serio a sus
elegidos, aunque les gustaría ver que cumplen las funciones
que corresponden a su mandato» (9).
En su propuesta de democratización de las instituciones europeas,
para el profesor Duverger, la clave del problema radica en la transformación
del Consejo, órgano fundamental de decisión en el sistema
actual. Y esta transformación supone que se distinga la naturaleza
de sus prerrogativas y los sectores sobre los que las ejerce. En la
CE actual acumula el poder legislativo y el ejecutivo; en el primero
dispone de un monopolio casi total, en el segundo la comparte con
la Comisión, que dispone de la mayor parte de ese poder. En
ese sector, la Comunidad debería estar organizada según
el modelo federal de la RFA. El Consejo se parece ahora al Bundesrath
de Bonn, esa segunda Cámara formada por los representantes
de los Gobiernos de los länder, en la que cada uno dispone de
un voto bloqueado y ponderado. Para evitar cualquier confusión
con el Consejo europeo, debería llamársele «Consejo
de los Estados». Para democratizar la Comunidad habría
también que decidir, ante todo, que sus debates y votaciones
fueran públicos, con el fin de que los Parlamentos de cada
país pudieran controlar las decisiones adoptadas por los ministros
de este Consejo. Y, naturalmente, el Parlamento Europeo debería
parecerse, por su parte, al Bundestag, compartiendo el poder legislativo
con el Consejo mediante codecisiones adoptadas en la proporción
50-50 por 100, en lugar de la 10-90 por 100 actual.
Finalmente, subsisten dos cuestiones que no van a ser resueltas por
la entrada en vigor del Acta Unica Europea a partir de 1992. Si no
queremos que la Europa unida sea sólo la Europa de los comerciantes
o de los monopolios, sino la Europa de los pueblos o de los trabajadores,
es preciso que la Carta Social Europea deje de ser meramente programática
para ser vinculante y, por tanto, ejecutoria en los Estados miembros
de la Comunidad. Empero, tal avance social europeo, desligado de una
actitud solidaria hacia las naciones subdesarrolladas, podría
adquirir claramente un carácter egoísta y corporativista
que, revistiendo nuevas formas, continuase el saqueo de los países
del Tercer Mundo. O, por lo menos, que no contribuiría en nada
a restaurar la injusticia cometida contra los mismos. En ese sentido,
la política agraria comunitaria sigue siendo un verdadero paradigma
de actitud egoísta y antisolidaria. De poco serviría
construir la denominada «Casa Común Europea», por
muy social que fuese su contenido interno, si se erigiese como un
castillo o palacio egoísta, insolidario e, incluso, expoliador
-en una u otra forma- de las tierras que lo rodean. De ahí
la necesidad de una política exterior de la Comunidad Europea
que sea realmente solidaria con los pueblos de los países
más necesitados de ayuda internacional.
NOTAS
(1) Michael Grant: «Historia
de la Cultura Occidental»- Ediciones Guada rrama. Madrid, 1968,
pág. 21.
(2) Edgard Sanderson: «Historia
de Ia Civilización» (Bosquejos de la historia del mundo)-
Editorial Ramón Sopena. Barcelona, 1934., págs. 24 y
ss.
(3) Henri Pirenne: «Historia
económica y social de la Edad Media»- Editorial del Fondo
de Cultura Económica. Méjico, 1970, págs. 16
y 17.
(4) Jacob Burckhardt: «La
cultura del Renacimiento en Italia». Colección Biblioteca
de la Historia. Editorial Sarpe. Madrid, 1985, págs. 150 y
ss.
(5) Delio Cantimori: «Humanismo
y religiones en el Renacimiento»- Ediciones Península.
Barcelona, 1984, págs. 151-153.
(6) Fernando García de Cortázar
y José María Lorenzo Espinosa: «Historia del mundo
actual, 1945-1989». Alianza Editorial- Madrid, 1989, pág.
107.
(7) Fernando García de Cortázar:
Op. cit., pág.35.
(8) Günter Grass: «Alemania:
una unificación insensata»- Ediciones El País,
S- A./t, S. A- Madrid, 1990, págs. 11 y 12.
(9) Maurice Duverger: «Una
Comunidad sin cabeza ni democracia». Diario El País del
22 de marzo de 1991, pág.13.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
- Ramón Tamames: «Formación y desarrollo del
Mercado Común Europeo». Ediciones Iber-Amer, S- A- Madrid,
1965-
- Miguel Herrero de Miñón: «España y la
Comunidad Económica Europea». Barcelona, 1986.
- Walter Hallstein: «La Europa inacabada»- Editorial
Plaza & Janés. Barcelona, 1971.
-Varios autores: «El PCE y los retos europeos». Colección
Debate n.° 1 de ediciones del PCE. Madrid, 1990.
- Mihail Gorbachov: «Perestroika: Mi mensaje a Rusia y al mundo»-
Ediciones B. del Grupo Z- Barcelona, 1987.
- M. Gorbachov, Yuri Krasin, José María Laso, José
Luis Romero: «La perestroika y la perspectiva del socialismo»-
Colección Debate n-° 3- Ediciones del PCE. Madrid, 1991-
- Dirección General de Información y Relaciones Públicas
del Parlamento Europeo: «Europa a nuestro alcance». Texto
de la División de Publicaciones y Comunicados de Prensa, en
colaboración con la Dirección General de Estudios L-2929.
Luxemburgo, 1988-
-Secretaría General del Parlamento Europeo: «El Parlamento
Europeo»-Dirección General de Información y Relaciones
Públicas L-2929- Luxemburgo, 1988-
-J. R- Hale: «La Europa del Renacimiento»- Siglo XXI
Editores. Madrid, 1978.
- George Rudé: «La Europa Revolucionario». Siglo
XXI Editores. Madrid, 1974-
- Arnold J- Toynbee: «La Europa de Hitler»- Editorial
Sarpe. Madrid, 1985.
- Charles Wilson: «Los Países Bajos y la cultura europea
en el siglo XVII». Ediciones Guadarrama. Madrid, 1968.
- André Amar: «Europa ha hecho el mundo»- Editorial
Plaza & Janés. Barcelona-
- Louis Armand y Michel Drancourt: «La apuesta europea»-
Plaza & Janés. Barcelona.